¿Por qué buscamos la perfección? ¿Creemos acaso que eso nos va a proporcionar la felicidad que pueda faltar en nuestras vidas? ¿Puede ser que pensemos que en la perfección está lo recomendable, lo que nos conviene? Quizá sea así, quizá pensemos que lo bonito está en los cuentos de hadas en que todo sale a pedir de boca. Es probable que nos dé cierta satisfacción el ver que las cosas pueden salir bien, y que quizá los próximos en vivir una fantasía perfecta no seamos otros sino nosotros, no obstante, no solo de esperanzas se vive. O lo que es lo mismo, sólo de ilusiones no viviríamos más que de noche, perdiéndonos entre nuestras sábanas y dejando vagar la imaginación hasta los límites de lo posible y deseable. Son nuestras ansias de superación las que nos llevan al cambio. Tratamos de mejorar, de aumentar en valentía, aumentar en dinero, en poder, en alegría, en felicidad, y si lo hacemos es porque creemos que podemos mejorar. Podemos mejorar nosotros, podemos mejorar el mundo o podemos mejorar ambos, a la vez o no. Se trata de la sombra de la fuerza. El motor que permite la variación a través de una línea recta. Tenemos el lugar en el que estamos y el lugar al que queremos llegar como puntos de referencia. Barbaries han tenido lugar por esto, es cierto, pero también logros impensables han sido alcanzados, así pues, todo depende de cuánto se esté dispuesto a escatimar en medios para lograr el objetivo final o, siendo totalmente correctos, en la moral empleada en el transcurso de esos puntos medios requeridos.
Esta fue la motivación de Jarvia. Estaba solo en la vida, y llevaba mucho tiempo así. Nunca había sido una persona especialmente sociable, nunca había llegado a formar una familia, y la suya, pequeña como pocas, hacía tiempo que había abandonado este mundo. Tenía poco más aparte de su insulso y poco gratificante trabajo, que ahora realizaba con la monotonía habitual en él. Las hojas con una cantinela aburrida se movían de una en una aposentándose en una pila que iba cobrando altura a medida que más y más papeles eran revisados. La tinta empapaba la pluma y con minuciosidad y pulcritud se iba depositando en trazos firmes pero carentes de carácter en las hojas. Babel iba creciendo de la mano del contable mientras la muñeca observaba la caótica y pintoresca construcción, impasible. Por eso había decidido adquirir aquella muñeca, por su soledad. Había decidido que no quería estar solo desde el primer momento, pero no sabía cómo llevar eso a cabo. Sucedió que, llevando la contabilidad de un tal Monsieur D’abarie descubrió un hecho muy curioso, a partir de cierto día los ingresos del mismo disminuyeron de manera notable. No llegó ni mucho menos a dejar de ser rentable, pero sí fue un pico que se encargó de investigar. A través de pesquisas y preguntas varias llegó a averiguar que coincidía con el establecimiento de un nuevo juguetero a la ciudad, procedente de Italia. Esto en sí mismo no le habría supuesto ninguna novedad y problema, pero los que le hablaron de esta tienda también le hablaron de que los juguetes eran un portento. Que eran piezas únicas con personalidad propia.
Era poco dado a este tipo de imaginaciones y fantasías, pero tampoco tenía nada que perder y, en el peor de los casos, acabaría con un juguete en casa. Había escogido aquél día en concreto porque no quería que nadie le viera en su transcurso, y era obvio que había acertado, nadie salía en aquella ciudad esos días. Por esto tenía entonces a su muñeca encima de la mesa, a la que su vista se desviaba involuntariamente en varias ocasiones. Había decidido hacerla feliz.
La tomó en sus brazos, dejando de un lado la incontestable mole de origen arbóreo y color blanco que le amenazaba con su sombra. Miró su aspecto, su triste sonrisa y su fragilidad aparente. Quería solucionarla.
-¿Qué necesitas para ser feliz? –le preguntó, sintiéndose estúpido.
De repente, sintió que conocía la respuesta. De repente, sintió que todos los otros juguetes de Umberto debían desaparecer.
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