lunes, 4 de mayo de 2009

Puertas abiertas de ilusión


Amaneció la noche en el pequeño taller a las afueras de la ciudad. La fábrica de ilusiones había cerrado sus puertas hacía bien poco, y ahora oscurecida por la ausencia de lámparas que desvelaran los oscuros secretos que Selene inspiraba en el arsenal de juguetes.

De día la tropa de juguetes salía a desfilar a las vitrinas del taller de la mano de su creador, Umberto, que daba a la madera y al metal el aspecto impecable que los niños necesitaban para que su imaginación cultivara tan solo acciones imposibles. Un chaval pequeño, de unos seis años, con el rostro iluminado por la avaricia inocente de su edad, pasó por delante de la tienda. Tironeó delicadamente, pese a que él creía estar haciendo una fuerza titánica, de la manga de su progenitora, que se detuvo con aire contrariado.

-Quiero uno, mamá, quiero uno –empezó una cantinela con insistencia.

-Ya te hemos comprado bastantes, además –dijo mirando por encima de sus gafas de montura fina, más ornamental que al uso- esta no es una buena tienda, no es como la de monsieur D’abarie. Él si que sabe hacer juguetes.

-¡Pero a mí son estos los que me gustan! –protestó airadamente, asiéndose como protesta al pomo de la puerta- Los del profesor son fríos.

Por mucho raciocinio que exhibió nuestra querida madre, no logró disuadir las tenaces convicciones de nuestro pequeño señorito. Acostumbrado a hacer imponer su voluntad, esta vez no se obró cambio ni milagro, y con cara de asco ante el olor a serrín y sudor se metió en el taller.

Se quedó esta vez muda de asombro, hasta sus labios denostaron la mueca inicial hasta convertirla en una de asombro ante las maravillas que contemplaba. Parecía que aquellas marionetas de caras alegres, siniestras, jocosas y tristes se fueran a mover, que los tiovivos de los colores de cien arco iris estuvieran dispuestos y prestos a llevarla nada más se aventurara en ellos, que los mil artilugios deliciosamente indescifrables escondieran milagros para ella, en fin, que todo en aquella tienda estuviera lleno de una vida que se amparaba en alguna esquina secreta y misteriosa. Comprendió entonces lo que su hijo quería decir con que los juguetes de D’abarie eran fríos. Al lado de estos, las maravillas de precisión y tecnología resultaban meras imitaciones. La comparación más acertada sería igualar una persona a un maniquí, pretendiendo que esta cursara la vida del mismo modo que el artilugio inerte.

De entre tanto desparrame de color se iba desprendiendo un aura insólita y magnífica. Tras esa puerta había otro mundo, más especial, más mágico. Sin duda alguna, cualquier niño hubiera dado lo que fuera por permanecer por siempre joven en aquél paraíso de misterios, en los que cada retal de tela, pieza de madera y chasquido metálico albergaban mil historias para quién supiera leerlas.

El perfume de la literatura vieja y añosa, que nunca pierde su dulzura, apagaba el anciano tinte que tomaba toda la tienda. Eran sus paredes recuerdos de años mejores, gastadas por el tiempo, pero incólumes a ejércitos de insectos. Se mantenían en un color oscuro que, habiendo visto pasar a su frente cientos de juguetes, hubiera ido cediendo su color a estos para quedarse apagado y sin brillo. Las estanterías iban a la par que las paredes, y las vigas del techo eran parejas en este sentido. Parecían todas ellas capaces de soportar una tempestad sin inmutarse, tal era la suerte de un trabajo pulcramente realizado.

A través de este paraje de ambrosía se fue moviendo una figura, que por su llana estopa y su baja ralea comparada con la de estos reyes de los juguetes, pasó desapercibida. Permitió a los visitantes unos instantes más de maravilla antes de romper su sueño, que más que roto se estancaría en sus mentes de por vida. Finalmente, dejando caer un poco de su gran masa muscular en el mostrador, tosió discretamente para desvelar su presencia.

Un hombretón de unos cuarenta años sobre las espaldas, bien llevados porque la anchura de estas parecía querer igualar su inexpugnable altura, les estaba mirando desde detrás del mostrador.


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