lunes, 25 de mayo de 2009


La sonrisa bordada a fuego en el rostro del animal, se fue tornando en un gesto nostálgico que lógicamente volvería a variar cuando saliera de aquel espacio privado en que se veía ahora envuelto.

Lo que quedaba de noche la pasó sobre una discreta cómoda, prácticamente el único mueble de aquella buhardilla. En defensa del hombretón había que decir que se había esmerado en colocar cómodamente al osito sobre una fina camiseta, recostado en un montón de prendas que probablemente representaran más de la mitad de sus pertenencias. Luego se quitó el abrigo y las prendas de abrigo, arrojó a un rincón las sandalias que calzaba, que podían haber servido como barco al pequeño osito, y se dejó caer en una hamaca, tendida a lo largo del pequeño habitáculo.

No tardó mucho en adornar la noche con una serenata de respiraciones profundas, como si de un percherón se tratase. Su rostro, que bajo la luz de la luna parecía ser una máscara oscura, se veía perfilado con una larga cicatriz que surcaba la parte derecha. La que el osito podía ver, pues la cómoda estaba al lado de la puerta, y su dueño se había tendido con los pies mirando a la ventana por la que la luna, libre como siempre, dejaba caer una cascada de rayos.

Mucho pensó el pobre oso. Siguió pensando en sus amigos y lo que les iba a echar de menos. Rompecabezas, trapecistas, muñecas… para todos había sitio en la mente del juguete, y a todos y cada uno de ellos les dedicó un pensamiento al menos. Luego le llegó el turno a su dueño. Le miraba con curiosidad, sin saber muy bien qué debía pensar de él, que quería darle y que quería que le diera… en fin, todas esas cosas que un juguete se cuestiona en la vida.

Cuando amaneció, el sol no encontró al juguete allí. Los juguetes no duermen, no necesitan descansar como nosotros, al igual que tampoco necesitan comer o beber, no tienen necesidades fisiológicas. Sin embargo, sí pueden abstraerse cuando lo creen necesario. No están aquí, pero tampoco están en otra parte. No sueñan, porque, en cierto modo, ellos son sueños nuestros. Así pasó el oso su noche, pues no tenía otra cosa que hacer más que debatirse entre devanarse los sesos y observar la luna, lo que le producía aún más nostalgia.

Horas más tarde aparecería el juguete entre balanceo y balanceo. Sorprendido por no haberse percatado, al parecer aquél hombre era más discreto de lo que aparentaba, se asomó al bolsillo del abrigo, en el que volvía a estar metido. Volvía a estar en el puerto, esta vez de día. El trajín de los barcos cargándose y descargándose era notable, y un olor a pescado lo impregnaba todo. A punto estuvo de saludar a una gaviota que parecía la que el día anterior le había transportado, pero se contuvo por no delatarse. Vio pasar a multitud de personas, algunas de las cuales le hicieron volver a guarecerse en el bolsillo, que le parecía el lugar más razonable y seguro dadas las circunstancias en que se encontraba el pedacito de algodón y tela. Al fin parecía que el coloso llegaba a su destino. Pasó a una tienda un tanto oscura, con el ambiente viciado del tabaco importado y el sudor de cuerpos que poco tenían que rivalizar con aquél.

Su dueño cruzó algunas palabras con el dependiente, al que ya parecía conocer, y tras saludos cordiales y algún que otro comentario banal, el dependiente le preguntó

-¿El de siempre?

-El de siempre –respondió impávido.

-Algún día tienes que dejar que haga algo más original –bromeó su amigo.

-Quizás algún día, pero sabes que cuando cambio de patrón siempre toca el mismo –repuso con tranquilidad.

-Como quieras.

Pasaron a una sala que daba a la parte de atrás del edificio, bastante más iluminada. El dependiente, de cara ajada y cuarteada de sal, y boca con ventilación de dientes pardos, sentó al dueño, al que antes había llamado Raíd, en una silla que curiosamente no le quedaba pequeña, y le ató una cincha de cuero alrededor de cada brazo.

-Sabes que es la costumbre, aunque no haga falta –dijo cuando se dio la vuelta, con una aguja cargada de tinta en la mano.

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