domingo, 10 de mayo de 2009

ratas


El pequeño, no salía de su asombro, dejo que cada una de las notas de aquella melodía acariciase sus sentidos, convirtiendo en algo delicado, su desdichado cuerpo. Comenzó asimismo, una ensoñación, en la que la princesa acariciaba su rostro, amorosamente, con un calor que nunca antes había podido sentir en las frías calles de la ciudad de nombre desdichado. Le cogía en brazos y juntos bailaban la melodía deleitándose con el sentir del amor de una madre que hacía tantos años que no podía experimentar.

Un ruido fuerte, de obreros que volvían del campo en busca de su merecido alimento, le sacó de la ensoñación que tanto le había hecho sonreír. Se dio cuenta, de que por mucho que le pesase debía continuar su trabajo si quería poder comer aquella noche. Sólo hacía una comida al día, pero esta era imprescindible.

Volvió a poner a la princesa con cuidado en su bolsillo, no quería que pudiera perderse aquella maravilla que no sabía como había llegado hasta él.

Las calles tenían ahora un sonido muy distinto. La sinfonía de la siesta era algo muy singular característico de la zona. El respeto era pulcro, incluso los niños habían acallado sus risas en señal de buena educación, o al menos eso parecía, porque allí estaba el grupo de niños más sucios de toda la ciudad… no es que fueran malos chicos, simplemente, el apelativo sucio describía perfectamente sus aspecto desgarbado y pobre.

Sus sonrisas infantiles, había adquirido un deje pícaro, a fuerza de tener que sobrevivir solos todos los días. Eran los desheredados, sin familia ni nadie que pudiera cuidarles, sólo se tenían en alguna medida los unos a los otros, respetando una cuidadosa jerarquía, en la que el líder era el niño más mayor, lo que significaba que había podido sobrevivir durante más tiempo, eso le daba respecto y credibilidad.

Llegó junto a ellos, el niño de ojos de agua marina. Su posición dentro de la jerarquía no era la más alta, pero casi, era el segundo niño más mayor del grupo. Como todos los días, se repartieron las calles, donde deberían mendigar hasta que cayese la noche, y una vez esto pasase, conseguir los víveres con las monedas que hubieran conseguido. Nunca era demasiado, y su alimentación carecía de lo más importante para sobrevivir, pero les servía para llenar el estómago y no caer muertos fruto del hambre y la pesadumbre.

El grupo que habían formado, siempre era un poco más ruidoso de lo que debían dado las horas en las que solían reunirse. Jared, intentaba hacerles ver que debían ser algo más calmados, pues… no sólo era el hambre el único peligro que acechaba en la gran ciudad para los niños como ellos. Sus ojos azules siempre les transmitían a los demás un halo de cariño que aplacaba en mucho las risas, haciéndolas un sordo ruido que no molestaría ni a una mosca. Sabían que lo decía por algo.

Eran a efectos prácticos, una pequeña familia, dispuesta a no perder la esperanza de seguir existiendo, Jacob, siempre se lo había dicho así. Jacob, el niño más mayor, a pesar de su juventud real, no tendría más de 12 años, era el consumado líder de la pequeña manada. Siempre escuchaba a Jared, pues había algo en él, capaz de hacer calmarse a la más fiera bestia con la que pudieran toparse.

Los más mayores, repartieron las calles, y después de su visita en la mañana, Jared, decidió que no le tocaba pasar de nuevo por aquel escaparate, no era justo pedir más de un milagro al día, o al mes, o en la vida. No quería nada más que lo que contenía su bolsillo, y quizás…que pudiera volver su madre, pero eso ya era demasiado pedir. El niño asignado para la zona, en esta ocasión fue uno de los más pequeños, sabía muy bien, que yendo por allí, lo único que haría sería deleitarse en el escaparate, pero se merecía un regalo, su cumpleaños había sido hace poco y todos deberían de poder disfrutar en cierta medida de su infancia robada el día que sus padres desaparecieron.

Los niños se dispersaron entre risas más altas ya que la siesta casi había terminado en la ciudad, y se dispusieron a buscar el sustento para su posterior alimentación. El pequeño Marko corrió con una ancha sonrisa en busca de la adorada calle. Llevaba meses esperando a que se la asignasen y por fin, ese día había llegado para su felicidad infinita. Incluso su sonrisa, había perdido el matiz cínico y pícaro que solía exhibir para convertirse en una sonrisa de sencilla niñez cándida.

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