Los soldados formaron con una seriedad y una profesionalidad dignas de elogio. Sabiendo el momento tan importante del que formaban parte, decidieron exhibir su mejor aspecto, con una reluciente pechera henchida de orgullo por su elección. Aquellos prusianos lucían un sinfín de galardones en sus chaquetas de color verde oscuro. La plata y grana medalla al honor, el servicio especial añil, la estrella de plata, del color indicado en su nombre además de un púrpura real… Definitivamente era un gran pelotón, y podía estar orgulloso de ello. Vivía en ellos el espíritu prealemán que inspirara a tantas generaciones posteriores. Su casco, insignia bien visible de su casta y orgullo, destacaba su pica hacia el cielo, desafiando al techo de la tienda a protestar. En sus botas ni una mísera mancha de marcha en el cuero negro repujado, señal inequívoca de la pulcritud de su capital para un atuendo tan esmerado. El coronel era el único que se permitía un amago de sonrisa. El honor que se le había hecho no era algo baladí, y su pecho no parecía querer bajar, pugnando con los botones en prueba de resistencia.
En unos pocos instantes, la formación esmerada se deshizo y rompieron filas. Cayeron en el saco que ofrecían las manos del niño, momento en que, por primera vez en la historia, se desorganizó el orgullo prusiano. Partícipes fueron de suciedad, grasa, comida y fino lino, sentados como estaban en el regazo de la camiseta del niño por momentos.
-¡No hagas eso! ¡Ese polo es nuevo! –protestó airadamente la madre al ver como se estiraba peligrosamente la tela, merced al peso del batallón –Perdone –se disculpó girándose hacia el dependiente- normalmente no es así, hoy parece estar algo alborotado.
Puso cara de circunstancias deseando no tener que sostener durante mucho tiempo la dura, pese a lo permisivo, mirada del vendedor. Se había sentido bastante humillada por el comportamiento de su hijo. Una educación como la que ellos, sus progenitores, le brindaban debería servir para que, al menos, se supiera comportar con un mínimo de decoro.
-No se preocupe –se encogió de hombros, dejando correr la mirada a través del par de perlas esmeralda que tantos años llevaban grabados en la retina- los niños son así, y al fin y al cabo esto es juguetería, no es la primera ni la última vez que esto pasa –sonrió afablemente, desapareciendo, milagrosamente por su tamaño, detrás del mostrador. Reapareció a los pocos segundos con una pequeña cajita de madera en la mano, que parecía hecha a la medida de los soldados- Puede ponerlos aquí si quiere.
La sorpresa de la señora no cesaba de aumentar, y sólo acertó a decir un entrecortado –Gr..gracias, muchas gracias.
El niño se esmeró en colocar los soldados por el orden de dignidad de cada uno, según lo decidió allí mismo, de forma arbitraria, respetando el puesto privilegiado del capitán. Mientras perdían su actual posición dentro de aquella especie de marsupio improvisado, una de las bayonetas, en concreto la del artillero, se enredó en los rombos estilizados del polo del niño. Un ataque demasiado temerario y precipitado, fruto del realismo con que había sido armado el filo del arma. Prediciendo una miríada de posibles y fragantes futuros enfrentamientos habían sido debidamente preparados para el combate. Por suerte, este incidente pasó desapercibido por momentos y el maestro de granadas pudo respirar aliviado al regresar junto a su pelotón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario