viernes, 8 de mayo de 2009


El día había comenzado temprano, como todos los otros días. El sol asomaba perezoso por entre las lejanas montañas, mostrando una luz difusa que difuminaba el contorno de las cosas, convirtiéndolas en un sueño. De otro sueño sacaba el sol a la ciudad, que despertaba lentamente. Varios gallos comenzaron a coro a anunciar a los labriegos, y a cualquiera con una inquietud en sueños suficiente como para no ignorarlos, que amanecía, y que aquellas no eran horas para permanecer en la cama.

A los pocos minutos, el traquetear de los carros por las calzadas malamente adoquinadas, sino embarradas pese a la ausencia de lluvia del día anterior, siguió en la orquesta natural. Esta resultaba demasiado poco artística para los corazones y los músculos de los trabajadores, que no habían reposado lo suficiente en las escasas horas de descanso que Morfeo concede a los que cargan con el peso de sus propios hombros y los ajenos al trabajar.

Se sumaron como tercer instrumento las voces de las personas que comenzaban a poblar las calles. Resultaba un dibujo muy curioso el de la ciudad vista desde arriba. Por las calles, delimitadas por los edificios, iban apareciendo minúsculas personitas que se agrupaban lentamente en los lugares habituales. De estos nodos iba surgiendo el ruido que contribuía a hacer que la ciudad pareciese tal, y no un conjunto de fantasmales viviendas al amparo de un silencio incómodo. Chanzas, risas, ronroneos y gruñidos de mal humor y las primeras voces de los patrones eran las más populares cantinelas que relucían en la inmensidad de la, ya no, noche.

Una vez se desperezó el sol, la espontánea banda de música de deshizo en papel mojado y, finalmente, nada. Los sonidos pasaron a ser asimilados por la luz del día y se volvió plena la conciencia de una nueva jornada, siendo entonces los ruidos no adalides de la madrugada sino una minúscula parte de la musculatura diaria del conglomerado de edificios.

Bajando un poco se puede ver un zángano. Una hormiga poco trabajadora, ya que no tenía trabajo, que salía desde una de las casas más grandes. Se movía sin rumbo fijo, ya que daba vueltas de un lado a otro sin saber muy bien qué hacer. Se paraba algunos instantes en las esquinas, insistiendo a otras hormigas algo mayores, en otros casos corría o parecía saltar, dando mil vueltas y requiebros entre callejuelas varias.

El individuo en cuestión era un niño de unos ocho años. Llevaba una gorra que le venía muy grande, al igual que la camisa a cuadros blanca, si es que aún se le podía llamar blanco a eso, y roja, el chaleco negro deslucido y los pantalones que de puro marrón de barro no se adivinaba cómo podrían haber sido. Las ojeras colgaban de sus ojos como unas enormes pesas, pese a que se hubiera levantado mucho más tarde que la mayoría. La piel se escurría entre sus huesos como la mantequilla, tensa y áspera, nada delicada como cabría esperar para su edad. Deslucida por la falta de carne que la rellenaba, se pegaba entre las articulaciones y hacía que los pómulos de la cara dieran forma a la misma, haciendo temer el cadavérico aspecto que tendría el rostro sin dichos depósitos calcáreos. Lucían sus ojos sin embargo una curiosa luz, que hacía que el deslucido aspecto arriba mentado se confundiera con una mera fachada, una falsedad mal escondida por un mirar que le delataba con alguien más especial. Esculpidos sus ojos en aguamarina, ganarían una y mil veces a esta en valor por cómo se deslizaban atentos sobre todas las cosas, dejando correr su mirar claro y limpio como el agua en el horizonte de los objetos, cual cascada.

Se movía entre la gente con agilidad felina, desafiando a su frágil constitución para colarse entre los recodos más inverosímiles, arriesgándose a que un golpe mal dado truncara alguno de sus huesos. Pero conocía demasiado bien las normas de aquella ciudad para que eso le sucediese. Pedía de esquina en esquina, de persona en persona, con aquél aspecto lastimero y sus vertientes ojos acostumbraba a tener un éxito mucho mayor al de infinidad de pedigüeños mucho más añosos que él.

Aquél día se había ido deslizando sin darse cuenta, o quizá sin querer darse cuenta, hacia las afueras de la ciudad. Volaban sus pies sobre el barro, casi desnudos, pues aquél pedazo de tela no merecía el nombre de zapatos. Cruzó entre edificios que se sabía de memoria y por recodos que sabría doblar sin la ayuda de sus propios pies hasta acabar a escasos veinte metros de su destino. Indeciso, como siempre que llegaba allí, se quedó mirando desde lejos la tienda. Le dolía aquella presencia, pues adoraba todas y cada una de aquellas exquisiteces que veía allí, y que no le estaban reservadas. Se planteó dar media vuelta y aplazar por unos instantes el escrutinio silencioso del precioso escaparate, pero al final, como tantas otras veces, la curiosidad le pudo. Se asomó, abriendo el telón de sueños, a aquél cristal mágico que se interponía entre él y aquél sinfín de juguetes. Pelotas, muñecas, artilugios con muelles y sin ellos, un sinfín de maravillas, todas y cada una de ellas especiales, que le cautivaban. Pero si había alguna que destacaba sobre el resto, sin duda era aquella caja de música.

Era una dama muy bella, finamente esculpida en porcelana, que acostumbraba a estar guarnecida en una caja de madera de roble oscura, y nacarada con un dibujo geométrico indescifrable. Aquella cara, aquellos gestos le recordaban las pocas imágenes que de su madre tenía, y se la intentaba imaginar como una princesa, bailando en espera de su fugaz destino. La corona delataba su preciosidad sin límites, y su vestido no era, pese a su delicadeza, un instrumento más que del pudor mal entendido.

Mil veces se imaginó la melodía que aquella caja pudiera tener, pero nunca le convencía, nunca le cuadraba, y esa incertidumbre producía un desasosiego en su corazón que hacía que cada vez se acercara más a menudo a visitar aquella pequeña cajita de magia.

Al fin, resignado, dio media vuelta y voló en dirección a otras calles y otros bolsillos a quienes convencer de su desdicha no fingida. Tras recaudar unas mal desprendidas monedas, se decidió a volver a casa al tañido de un sol que moría lentamente, devorado por Apofis. De camino, guardando las manos en los bolsillos por la iniquidad de un frío naciente en los albores de una noche, sintió un objeto duro. Sorprendió, extrajo mano y objeto del cálido refugio, y descubrió no sin asombro, que allí se encontraba su princesa. Se detuvo al amparo de un portal, y durante una de las eternidades más escasas y deliciosas del mundo, se puso a escuchar aquella bendita melodía. Era cómo siempre se había querido imaginar la música, y nunca lo había logrado. La melodía que por primera vez hacía justicia a sus fantasías y quería prender una imaginación desbordada de bailes y gestas.


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