La noche se cernió de nuevo sobre la ciudad, que tenía sus más y sus menos, sus lujos y sus luces y sus sombras, pero en ese momento, sólo era sombras. La única luz que iluminaba las calles de la ciudad era la de la luna, que brillante y altiva se alzaba llena mirando desde los luceros estrellados.
Calles vacías, sólo las llenaban, los rumores del mar que golpeaba en el puerto, la brisa que corría por los callejones dejando un sonido casi siniestro, un sonido que helaba la sangre, o lo hubiera hecho si hubiese habido alguien recorriendo esas calles junto a la nombrada brisa.
Pero las calles no estaban vacías, las ratas recorrían las calles más sucias, las que eran más cercanas al rugiente mar. Además de ratas, algunas gaviotas rezagadas todavía se veían volar desorientadas, pues las gaviotas, no son animales que puedan volar solos, de noche, lejos de la bandada. Pero aún y así, había un pequeño grupo de gaviotas que parecían no haberse enterado de esa regla no escrita de que las gaviotas no salían por la noche, porque no tenían ojos que vieran en la oscuridad como los de los búhos, porque no sabían volar casi sin esfuerzo para ahorrar energías y poder seguir volando después de un duro día de disputas por la comida. Pero allí estaban, y una de ellas parecía tener algo inusual en el pico. Tenía una forma demasiado extraña como para ser un trozo de algún desdichado pescado que hubiera caído bajo su impulso hambriento de conseguir comida…
Se fue acercando cada vez más a tierra y lo dejó caer. Alguien estaba allí, no era un niño, ni era un hombre. No se sabía muy bien que podía ser aquella figura malcarada que se erguía sobre sus más de dos metros de altura. La figura sin más indicación, se arrodilló, cogió el objeto que en sus grandes manos parecía minúsculo y lo guardó en su bolsillo.
Enfiló la calle, en busca de abrigo, pues estaba solo, estaba a la vista y si alguien le viese como poco echaría a correr. Era tan diferente a los demás, que su sola presencia solía causar pavor entre los demás habitantes del pueblo. Su piel oscura, era ya un distintivo de vergüenza en aquella ciudad de señoritos y pobretones. Sus ojos verdes, resaltaban excesivamente a causa de la oscuridad de su rostro, parecían dos esmeraldas antinaturalmente insertadas en aquella cara, que lejos de ser grotesca, era hermosa. Quizás, otro inconveniente más, llamaba demasiado la atención.
El objeto que se encontraba en el bolsillo, parecía asustado, había hecho un largo viaje. Las piruetas en boca de una gaviota no era el mejor vuelo que nadie podía tener, ni aunque fueses un juguete. Sabía que tenía que hacer lo que había hecho, para poder llegar hasta su destinatario, pero le hubiese gustado que lo recogieran en la tienda. Suspiró, si es que un oso de peluche podía hacer aquello. Sus ojos de botones cosidos, casi expresaron la sorpresa de haber sido examinado tan prontamente, para después, acabar en su bolsillo. Su orgullo estaba herido. Anda que lo había mirado con inusitada alegría… No, su gesto no había variado ni un ápice. Tampoco le había dado tiempo a mucho, le había resguardado en su amplio bolsillo.
Quizás, es que no quería que sufriera más penalidades, quizás es que fuera a cuidarlo para siempre como el quería, porque debía ser suyo, porque ahora lo era, y sólo esperaba que su nuevo hogar, fuera tan increíble como el lugar donde vivía con el resto de sus hermanos juguetes, compañeros de fatigas y alegrías, con los que tanto había pasado.
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