lunes, 18 de mayo de 2009


Lluvia, abrigo negro, botas negras, sobrero más negro todavía. Frío, ojos sesgado de mirada ambarina, piel pálida y tersa, manos pulcras y sin mácula. Tempestad, nerviosismo, prisa excesiva, miedo primario. Todo eso y mucho más se aglomeraba en la solitaria figura que se aventuraba en aquél desparrame de elementos que se habían conjurado aquella tarde. No sabía exactamente si había salido por la tormenta o si la tormenta había salido con él, pero tenía la impresión de que el tiempo se había conjurado con su persona para sacar al aire libre un calamitoso y variopinto despliegue de sinsentidos y temores que la gente se afanaba por evitar.

Aún siendo la hora del día que era, no había nadie por allí cerca, ni cerca ni lejos, no había nadie en la ciudad propiamente dicha. Las calles estaban desiertas y, de haber tenido la facultad de la ubicuidad, la omnisciencia, o simplemente hubiera dado un paseo medianamente largo, se habría dado cuenta de ello. Ese era uno de los días que los perros callejeros eludían en sus calendarios, que los trabajadores sumaban a la cuenta del hambre, que el sol se tomaba vacaciones y, en definitiva, que el mundo se quedaba en casa, con una baja más que justificada, aunque demasiado temporal, en sentido meteorológico. Pero él iba contracorriente. Luchaba contra aquellas fuerzas de la naturaleza que quizá le apoyaban, le encubrían y evitaban poner de manifiesto su paseo.

No siempre, no obstante, las tenía todas consigo. Trastabilló un par de veces, y a la tercera vez acabó de rodillas, apoyando las manos para evitar pasar de una postura piadosa a una indecorosa, que hubiera destrozado por completo su atuendo. Maldiciendo, se puso en pie apoyándose en una mano y doblando una pierna para poner en práctica toda su altura, que no era poca. Se quitó los dos guantes y los guardó, con cuidado de no manchar otra prenda de ropa. Sacudió con las manos desnudas los pantalones, sin resultados demasiado fructíferos, consiguiendo deslucir un poco el marrón, que se negaba a abandonar su cómoda posición en sus rodillas. Con resignación aceptó aquella mancha con la que lidiaría más tarde y siguió su camino.

Cuando su objetivo estuvo a la vista, recorrió velozmente lo que le quedaba de trayecto y, con una mano como un garfio, hecha garra gargantuesca por la inclemente temperatura exterior, asió el pomo de la puerta. Sorprendentemente, giró sin hacer ruido, elegantemente engrasado y abierto. Empujó suavemente la puerta, entrando en aquél mágico mundo de colores que poco se parecía a la inclemencia exterior.

Una vez la puerta se hubo cerrado detrás de él, dedicó unos instantes al gotear de su abrigo empapado sobre el suelo, con una cantinela azarosa y agradable. El suspiro regular de su respiración marcaba el compás que se afanaban en no seguir aquellas rebeldes gotas que ahora ejercían su derecho a caer también desde las alas de su sombrero, los bajos de su pantalón y, menos sonoramente, su calzado. Haciendo caso omiso, dedicó su atención a los juguetes que tenía a su alrededor. Su movimiento de cabeza precipitaba en ocasiones a aquellos pedacitos indecisos de agua, que no estaban seguros de si debían caer ya o demorarse unos instantes más y hacerse mayores. Mediante esos involuntarios donativos de voluntad, se deleitaba en juguetes grandes y juguetes pequeños. Aquí unos de un colorido sorprendente, acá otros que con un par de tonos tenían más vida que él mismo. En aquella otra esquina se encontraban unas formas espectaculares y en medio de la estantería la geometría era reina absoluta de unos trocitos de madera, o quizá metal. Diferentes texturas, mejores acabados o más bastos, poros incluidos en el diseño o el mayor peso de lo macizo. Suficiente para embelesar a alguien durante días, pero el visitante, aunque no lo sabía, debía irse antes de que la tormenta amainara, así que con una súbita urgencia que fue creciendo en su interior, buscó por las estanterías un juguete triste.

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